lunes, 18 de julio de 2011

Marchando en la retaguardia

Números 2:31 Todos los contados en el ejército de Dan, ciento cincuenta y siete mil seiscientos: irán los últimos tras sus banderas.

De todos los defectos humanos que observé en mi juventud, uno de los que me resultaban más despreciables era la lisonja. De acuerdo a nuestros diccionarios es el arte de alabar hipócritamente con el fin de obtener un favor o beneficio personal. En algunos individuos era tan notable que a pesar de mi mocedad, me hacía especular acerca de las razones, más allá del evidente interés, que ponían a una persona en una situación tan humillante. Conviviendo con esta triste realidad humana fui aprendiendo de esta tramposa actitud, y también conseguí vislumbrar un panorama más amplio y profundo de la naturaleza de la persona lisonjera.

Lo interesante fue que para aprender, no tuve que ir muy lejos. No fueron necesarias clases de psicología ni sermones sobre la naturaleza caída del hombre. Curiosamente el aula donde Dios me enseño mis lecciones más profundas, estaba en el claustro de mi propio corazón.

Todo fue una cuestión de tiempo. A medida que me fui tornando una adulta y extendiendo los tentáculos de mi yo, pude verme en aquella pizarra, presumida de poder aunque sea por un instante, saborear un pedazo de gloria prestado por alguien en una posición que yo codiciaba gozar. Si bien, para alivio de mi conciencia, yo no habría recurrido a la lisonja, sin embargo, el placer de sentirme algo o alguien gracias a las conquistas ajenas, me dejaba un amargo sabor en mi boca y una punzante nausea en mi estómago. Aquella niña en mí más austera y justa, no cesaba de cuestionarme la pobreza de mis actitudes, y me condenaba a gritos: “Sos igual a aquellos a los cuales un día juzgaste”. La adulta en mí sabía la razón. Yo necesitaba ser alguien, ser notada, apreciada, valorada. Porque nunca lo había sido antes. Porque siempre fui el motivo de la conmiseración de los que me conocían por mi falta de atributos. Porque después de todo, yo aunque no quería reconocerlo, estaba consciente de mi arruinada naturaleza. Porque dolía tanto ver a otros triunfar tan fácilmente. “Unos nacen con estrellas, yo había nacido estrellada”.

La Palabra de Dios resultó la medicina que mi alma infectada necesitaba para conquistar la visión que Dios tiene de mí. Pude entender la razón de mi conducta tan cuestionable, pude finalmente comprender a los demás. Y a pesar de condenar la lisonja como una actitud aborrecible, pude descubrir la raíz de este pecado y como éste se manifiesta a través de la lisonja.

La tribu de Dan marchaba en la retaguardia. Eran los últimos en la columna del campamento de Dios. Tenían que lidiar con el polvo levantado por las tribus que los precedían. Su camino tal vez estaba regado de los desperdicios arrojados por los caminantes que les aventajaban. Y eran los últimos en saber que sucedía al frente, los últimos en contemplar el paisaje conquistado por los de la vanguardia. Cuantas veces me asaltaron este tipo de sentimientos tan infames. Cuantas veces, ser la última llenó mi corazón de amargura dejando que el enemigo me distrajera de mi solemne llamado.

Dan marchaba al final del campamento, como lo sugiere Spurgeon en uno de sus devocionales porque era desde allí donde ellos recogían tesoros que los otros caminantes habían perdido en su jornada. Era desde la retaguardia que ellos consolaban y animaban a peregrinos rezagados a quienes el peso de la marcha les impedía permanecer en sus puestos. Era en la retaguardia donde el corazón de las otras tribus descansaba. Dan, cachorro de león que arrebata Deuteronomio 33:22Y á Dan dijo: Dan, cachorro de león: Saltará desde Basán. Dan, serpiente junto al camino que derrota Génesis 49:17 Será Dan serpiente junto al camino, víbora junto á la senda, Que muerde los talones de los caballos, Y hace caer por detrás al jinete.

La lisonja todavía me disgusta, pero ya no me controla. Si bien tengo que estar alerta de las asechanzas emocionales que el enemigo puede tenerme preparadas, ahora sé porque estoy en la retaguardia, ahora sé porque yo estoy entre los que van al final de la columna del campamento de Dios. A pesar del polvo, y el sendero gastado, no debo perder de vista a mis hermanos desanimados que se han desviado del camino por la fatiga de la marcha y abrazarlos y refrescarlos hasta que estén listos para reanudar su destino. A pesar de la ansiedad por saber que bendiciones están siendo conquistadas en el frente aun puedo recoger en el camino, tesoros que mis hermanos han dejado para atrás. Si el enemigo tuviera una emboscada preparada para el pueblo de Dios donde es más vulnerable, allí estamos los últimos, no los rezagados, para arrebatar como cachorros de león, y para morder los talones de los caballos en los que montan nuestros enemigos y hacer caer sus jinetes desbaratando así sus estrategias, para que el resto del campamente siga su peregrinaje confiado.

Cuando mi gozo es opacado por el sentimiento de inferioridad, porque estoy al final del campamento, me torno a Aquel que como la serpiente que fue levantada en el desierto, me salva de este insidioso veneno, a Aquel León de Judá que arrebata y conquista mi corazón, Jesús, y con El sigo marchando y cantado desde la retaguardia del campamento de los Santos en luz.

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